PROLOGO: Lácydes Moreno Blanco

* Por Lácydes Moreno Blanco

Dina Luz Pardo Olaya, tras aplicarse en nobles actividades como son el periodismo, la dirigencia gremial y los sueños de la poesía, nos entrega otra vendimia de ese quehacer suyo con estremecedora gracia, a trechos con saudades de su infancia o de sus paisajes terrígenos.
La poesía, tal vez desde que el hombre fue experimentando el goce del gusto en las preparaciones del fogón o los deliquios de un vino, siempre ha estado próximo o residente del canto.  Muchas han sido sus manifestaciones, desde luego, pero las formas no han sido solo para alabar o recordar los sabores perdidos, otras veces se refieren a las fatalidades de la gula, aludiendo posiblemente a las impaciencias de los tumbaollas.   
Que así lo proclamó el agudo Francisco de Quevedo y Villegas, cuando soltó al viento:
     “Como hasta matar el hambre es bueno;
     mas comer por cumplir con el regalo,
     hasta matar al comedor, es malo,
     y la templanza es el mejor galeno”.
O el alarido de otro español, José Camón Aznar, cuando gritó:
    “Aléjense las horas
     por céfiros exactos empujadas,
     y cada una, al pasar,
     deja un poco más pulidos los labios.
     Es el hambre, Señor”.
Que la tonada aludiría en su gracia también a los platos entrañables, como en el caso de Neruda y su gloriosa Oda al caldillo de congrio.  O en el caso de Gabriela Mistral, la otra chilena universal con su canto al pan.
La poesía llega también al mundo variopinto de los mercados populares, donde hacen su algarabía de colores y aromas las frutas, los vegetales, las palmas u hojas para los envueltos, mientras las frondosas marchantas pregonan sus mercancías, muchas veces con pachulíes, cremas tonificantes o legendarias yerbas que quiméricamente anuncian estímulos para la libídine decadente.
Y como la cocina es arte, cultura esencial, antropología, música, sabores y revoladoras emociones, el canto vuelve una y otra vez.  Tal en el ritmo de esta bella mujer, autora de Concierto sobre el fuego, al decir:
    “Cuando se cocina con amor,
    el resultado es armonioso. 
    Sus llamas rojizas llenan la vida doméstica
    de texturas y colores, de sonidos, olores y sabores,
    dándole residencia al paisaje
    donde arden sus hogueras´.
   ´Al preparar un plato
    dispongo el ritual de mi sazón al horno. 
    Los cinco sentidos en la cocina
    y uno más que escribe por mí,
    inventan fórmulas para el paladar
    del hombre que amo,
    con mis manos, con mi boca, con mis fuegos;
    -a veces convengo que aflore el instinto de sus gustos-,
    hasta lograr entre ambos la mejor cocción”.
Pero hay otro esplendor en estos entrañables poemas.  El acento por los atributos de nuestra honda y ululante cocina.  Dina Luz, tal vez  sin quererlo, contribuye con este exquisito breviario de sabores, a la posible salvación de nuestros valores cibarios, cuando el afán mercantilista contribuye tanto a la degeneración u olvido de esa herencia cultural que es el propio fogón.
Que así lo proclama con el Bocachico frito, sudado en leche de coco, o el clásico mote de queso.  Un viento fresco, de temblor permanente en la carne y los sueños pasan por este meridiano, donde ella parece una risueña capitana  en su viaje poético, no sin que susciten también otras reflexiones cuando se piensa en la comida  vinculada con el erotismo.
La cocina, como arte, es esencialmente el saber manejar el fuego, esas llamas, los fogones predestinados para la lenta y sabia cocción.  Desde los días prehistóricos ya se intuía que las buenas, aceptables o malas comidas dependían de la pericia con que se supieran utilizar las llamas que animan el fogón.  A la larga, todo un arte, lo repetimos, inspirado especialmente por la experiencia.  De lejos viene entonces la ciencia de perfeccionar los caldos, casi al rescoldo, que la sustancia haga sosegados requiebros al hervir y no el alarido en la ebullición.  No importa el tiempo, el amor tampoco lo conoce, y desde las tres piedras procede la lección de que la olla sobre el fuego tiene mucho de amor también. 
Y desde los primitivos condumios, ya asentado a la vera del hogar, el hombre ha querido asociar la comida, primordialmente ciertos manjares, con el galopante erotismo. 
Pero mucho me temo que a pesar de la obsesión de los sabios y de los filósofos, el erotismo, excitado infaliblemente por la comida, sea a gran trecho un simple sueño o leyenda.  El prodigio deriva de la sensibilidad con que miremos y contemplemos al ser amado.  Y a la hora de la cacería, compartir viandas de posible asociación con el despertar de los apetitos.  El entorno es esencial, y saberlo adecuar con delicadeza espiritual, otro arte.
El filtro amoroso más seguro es la mujer misma.  Sus formas, el metal de su voz, su escondida gracia, su ángel.  Que muchas veces las feas en apariencia, los rescatan también, logrando sus recompensas de la sublime voluptuosidad.  Esas son las prodigiosas influencias a la hora del feliz acoplamiento.
El erotismo radica esencialmente, pues, en la imaginación y cuando con alma de cazadores invitamos a la coquetona para compartir ciertas delicias, allí, el discreto goce de la mesa, de los vinos y licores, hacen su encantamiento.  Los bebedizos, los moluscos, las especias excitantes, las bebidas estimulantes son puras leyendas.  En esta coyuntura de la libídine o cachondeo, del galopante ardor al tocar las formas núbiles, como en tantas otras agonías de la vida, el que aguantó, aguantó.  Pero la naturaleza es sabia, pues detrás de la posible melancolía, siguen vigentes los sueños en el silencio de las horas, toman vida también para una extraña felicidad del hombre.  Y no sé de qué malos hígados nació el mito del viejo verde; verde a los 18 ó 20 años, cuando son apenas grumetes de los  instintos.  El otro, el que califican de verde, más bien deben llamarlo en sazón, maduro, goloso en ternuras, predilecto de los postres.
En el ocaso vital, la geografía de las suaves pieles, con sus colinas, los valles, las soterradas llanuras, los bosques delirantes que conforman todo el entorno femenino, ofrece al mismo tiempo su  perturbadora vendimia, si hay arte, pericia y, sobre todo, delicadeza para encender con tantos prodigios la dicha del varón.
Pero lo cierto es, además, que sin la presencia femenina junto al hombre; sin su fortaleza moral, sin su temeridad heroica muchas veces, o cierta capacidad de sacrificio; sin su total solidaridad en las verdes y en las maduras, esta bola de barro que llamamos Orbis Mundi, sería más desolada sin la poesía ardiente de su compañía y, finalmente, de su encanto.
Me he acercado a estos sorprendentes poemas de Concierto sobre el fuego, en el silencio de mis soledades.  Los he escanciado como un vino de sepas seleccionadas con sutil delicadeza.  Y he llegado a la conclusión que para extraerles sus herméticos sabores, hay que leerlos  con recogimiento, tal vez en alguno de nuestros florecidos patios caribes, bajo la fronda de los almendros, una opulenta ceiba o una bonga susurrante, mientras retornamos en el recuerdo a los viejos amores que se llevaron los tiempos, o soñamos cómo mueve Dina Luz el palote en la olla del mote de queso.


*Lácydes Moreno Blanco: Nacido en Bourdeux (Francia), se crió frente al mar Caribe, en Cartagena, de donde se trasladó a la capital colombiana siendo adolescente. Escritor, historiador, periodista, diplomático y miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, considerado uno de los grandes gastrónomos del Caribe y uno de los mejores de Latinoamérica. Autor de varios títulos culinarios. Don Lácydes moreno ha sido Llamado el caballero de la olla, del fogón y de las tradiciones alimentarias.